miércoles, 4 de mayo de 2005

Herreros, pueblos abandonados y cuturrús

Una vez reintegrados a la vida normal, llega el momento de evaluar los daños, físicos y psicológicos, que genera una ruta betetera por tierras lejanas. Y cuando me refiero a la vida normal, me refiero a la rutina semanal de madrugar, trabajar, comer y dormir a horas fijas, tal como hacen los animales de granja.

El sábado 30 de Abril, un grupo de jóvenes de taitantos años optamos por abandonar el calor de los lechos para acercarnos al pueblo de Molinaferrera y acometer la ruta de la Herrería, armados de rocines metálicos y alguna que otra lanza digital para la captura de aquellos gigantes que nos amenazaren con sus terribles brazos: primer error, ya que los molinos encontrados debieron su pasada furia a la fuerza del agua, y no a la del viento.

Tras una bonita subida hasta Piedrafita, con avistamiento incluido de un orondo jabalí, llegamos a la bajada reina de la etapa, pasando por el pueblo abandonado de Palacios de Compludo, que está en plena restauración (vamos, que ya no está totalmente abandonado). De aquí bajamos hacia Compludo, donde rendimos honores al rey Chindasvinto y a su esposa Reciberga (si no lo escribo, reviento), no visitamos el Solar del Monasterio (porque quedaba a tomar por culo y encima solo se verían unas piedras y... un solar) y nos fuimos a visitar la única herrería visitable del recorrido.

Con el sol ya castigando en el cielo, emprendimos la subida hacia El Acebo, de la cual no hay mucho que decir, ya que fue por asfalto; aunque la vista del fondo del valle también merecía la pena, la circulación de carros motorizados limitaba las sensaciones. Alguno tuvo incluso la sensación de que la subida no se acababa nunca. En el Acebo, tras un frugal almuerzo y múltiples llamadas telefónicas para informar a los corresponsales en Gijón de nuestro estado de salud, emprendimos un descenso entre el bosque para llegar a la primera dificultad húmeda de la jornada.

El río nos esperaba juguetón, con un vado precedido de una represa que aumentaba la profundidad: el primero en cruzar decidió no mojar los zapatos ni las ruedas de la bici, mientras que el segundo decidió mojarlo casi todo; a partir de ahí, se alternaron los pies salpicados con los hundidos, finalizando con otros pies descalzos. Esto confirma la teoría de Schöner-Junng sobre las formas de cruzar un río: "El que no se moja, es que ha encontrado el puente".

Tras el refresco, el calentón, con la subida reina de la jornada, hasta el pueblo de Folgoso del Monte, también abandonado por los humanos, pero no por las vacas. Una fuente, unos alimentos, un olor a cucho que exaltaba los ánimos, y seguimos la ruta, ahora más suave, en dirección a la Cruz de Ferro, para hacer nuestras ofrendas a los Dioses.

Y finalmente, iniciamos lo que sería la bajada definitiva (ésta no es reina) hacia el final de la etapa. Eso sí, amenizado por un par de subidas, que mucho bajar es malo para el colesterol. Al final, tras socorrer a un cordero recién nacido, llegamos a Molinaferrera con apenas dos horas y media de retraso sobre el horario previsto, con dolores en puntos estratégicos y algún que otro dolor de cabeza (la que va por debajo del casco).

El grueso del pelotón retornó a Gijón, mientras que el que suscribe y un ratón de campo tiramos en dirección contraria, para patearnos las Médulas (un lugar del Patrimonio de la Humanidad, no es que nos hubiéramos dado patadas entre nosotros) y reponernos con unos chupitos del milagroso cuturrús que se hace en la zona. Pero eso es otra historia (a repetir).

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