viernes, 11 de diciembre de 2015

POR LAS TIERRAS VAQUEIRAS


Ulex cantabricus : Arbusto lleno de infinitas espinas muuy punzantes, capaz de superar los dos metros de altura, con los tallos principales erectos o ascendentes. 
A veces dueño de amplias extensiones (tojales), florece de forma espectacular desde muy joven. En muchos lugares es considerada una mala hierba (pero mala, mala), al crecer en prados soleados que no están muy cuidados o abandonados, son plantas incómodas al transitar entre ellas (Je, ¡qué me va a contar usted!!! por las duras espinas que poseen y se ven como refugio de alimañas (…y abejorros zumbones…).

¡DOS HORAS!...¡¡DOS HORAS!!! Llevamos en este maldito monte de cotoyas. ¡Dos horas! buscando el dichoso camino que desciende hasta la carretera y que intuimos unos centenares de metros por debajo.
No nos entra un arañazo más en las piernas, en los brazos, en la cabeza, que las zarzas estas superan nuestra altura. 

Andamos desperdigados…por un lado Marín, Lalo, Saul, Tobit, un poco más lejos Manu y Gelu, buscando una salida al laberinto de pinchos, a nuestra derecha escuchamos los lamentos de Edu y Barquín, ¿y de Blas?, de Blas no se sabe nada, la última vez que le escuchamos, hace ya media hora larga, descendía por el monte tirando de su bicicleta, recuerdos de sus tiempos de paisano y medio.
-“Pues el camino está muy cerca, casi al lado, mirad, mirad…” pronuncia Pepe, pero no le escuchamos, no le miramos, no sea que vea nuestro ojos asesinos, fraticidas…

Estamos exhaustos, no podemos movernos ni para separarnos de estas espinas que nos torturan; para mas INRI, el monte esta arado en bancales y entre uno y otro hay taludes de ¡dos metros!, por los que rodamos uno tras otro.

A todo esto recuperamos a Juan, se le oye por el megáfono -“he caído en un agujero!!!” vocea el infeliz, nos miramos en silencio unos a otros…”cualquiera baja a buscarlo si ni se le ve, …¿decimos que se perdió y que no lo encontramos? “ Se oye por lo bajini. –“¿Llevaba comida con él?, se interesa otro…
-“Ya salí del pozo!!”, consuela el dietista, evitando su propia perdición y la de sus compañeros. 
El geólogo indaga rápido, ha sorprendido una mirada oscura de uno de los emboscados y teme por su futuro cercano…- ¿ves el camino?, a lo que el mocetón responde -“siiii, a lo leeejos!!!, su eco se pierde en el valle a la vez que nuestras esperanzas se difuminan en un bosque de púas y pinchos.
Se toma la decisión de abandonar a Blas en su descenso y retornar hasta Arquillina, donde se veía la comarcal. 
Ahora hay que trepar los bancales que descendimos antes, con la bicicleta sobre las espaldas, volviendo sobre nuestros pasos, raspándonos de nuevo con estas condenadas zarzas que te desollan, que te enganchan, que te agarran….
De repente, a nuestra derecha, salen coceando de entre los espinos Gelu y Manu, perseguidos por un furioso enjambre de abejas, que se dan por contentas tras asestarles un par de aguijonazos a cada uno. El resto continuamos con el duro ascenso, será otra hora más hasta poder montar y despedirse del condenado monte…LA CUESTA se llamaba el funesto lugar.

Llevamos ya seis horas de ruta, desde Soto de Luiña, lugar de partida hace ya una eternidad.
Había diseñado el geólogo una excursión, suave, como todas las suyas, de unos cuarenta y pocos kilómetros con otros 1800 metros de desnivel. Poca ropa, como sueles decir con la boca torcida mientras empaquetas la mochila. 
Pero a las rutas de este taimado individuo hay que acudir con una buena reserva de geles y otros potenciadores energéticos, porque se sabe cuando empiezan pero no cuando finalizan.
La propuesta partía de la villa citada, en una mañana fresca y húmeda, y la definían tres lugares: Brañaseca, Lendepeña y Arquillina, sencillo ¿verdad?. La realidad es que a la primera no llegamos y a la segunda tampoco, que pegaban tiros, aunque, para compensar, por la tercera pasamos dos veces, una de ida y otra...de vuelta.
Pero allá partíamos, contentos y entretenidos, en dirección al monte Corollos: Se presentaban a la llamada los señores Blas, Lalo, Barquín, Arguelles, Manu, Gelu, Edu, el diplomado Tobit con su resplandeciente nueva montura, el dirigente Marín, y el colista que suscribe.
Ascendía suavemente la ruta por un frondoso pinar en el que Barquín, aburrido, decidía 
pinchar por primera vez. El camino, una vez alcanzada la altura deseada, serpenteaba por la ladera Este de la Sierra del Pumar, dejando atrás al Llan de Cubel y tras unos entretenidos subes y bajas, llegaba a Campo La Bordinga, en solo tres horas!!! (iban 18 kilómetros, creo…pa’ echarse a llorar).
En esta zona crecen los eólicos como setas en castañal; por suerte, estaban al ralentí, o sea que el viento era mínimo y se rodaba, por llano, con facilidad (arranca de allí una sierra, también erizada de ventiladores, denominada Sierra de los Vientos, o sea que soplar…sopla…). Y al fondo del valle, en Lendepeña, restallaban los voladores de la fiesta.
La amplia vereda serpentea por la cresta, acompañando a los cíclopes hasta el cruce de Cerizal y pocas reseñas hubo en la zona: algún que otro resbalón, uno que se echó a 
descansar en cama de matojos, una recua de percherones que hacia como que no nos veía y en la bajada hasta Cerizal, otra de asnos nos observaba con cierta desgana. 
Cerca del cruce, tuvimos que abrir un cierre potentemente electrificado, que hay que ver cómo se las gastan por allí, como sería que con solo dos toques recargué hasta la linterna que había dejado en casa!, todavía tengo los pelos del moño erizados.

Desde Cerizal se desciende con cierta alegría hacia Arquillina, una de las brañas del recorrido, triste lugar con un par de casuchas de pradería, en donde nos encontrábamos de nuevo, dos horas más tarde sedientos y agotados. Suerte que, ahora sí, la carretera secundaria estaba cerca y nos conduciría a Arcallana, villa en la que ya reposaba el bienhallado Blas, a salvo de espinos y hondonadas.

Es Arcallana aldea limpia y sencilla, pero sin bares ni chigres en qué tomar ni un triste café. Dadas las horas y la ruta que faltaba, hubo un corto debate sobre la posibilidad de acortar la misma por carretera, decisión que tomaron los cansados Gelu y Manu, que abandonaron la grupeta entre cacareos gallináceos y suelta de plumón, que no pluma.
El resto, hombre hechos y derechos como Dios manda, de los de pelo en pecho y algunos hasta en la espalda, tomamos el camino de Cabornín, una seca y áspera rampa de dos kilómetros (los medí metro a metro, centímetro a centimetro…) en los que faltaban piñones grandes y sobraban todos los pequeños, (Pau…vuelve!!!, o préstame el 42)).
Una vez arriba, en terrenos de falso llano, y variados recubrimientos, ora hierba, ora tierra, ¡hasta balastro de ferrocarril encontramos!, la ruta hollaba el camino de Santiago en dirección contraria y se cresteaba una parte de la Sierra de Troncedo, hasta casi su final a las alturas de Pandiello. 


Y había que descender, pues llegaba la noche.
Tras unos momentos de duda, con el camino atravesado de troncos en su parte inicial, dimos en proseguir, enviando al veloz Edu en vanguardia de las fuerzas (bueno fuerzas, fuerzas… pocas) de la tropa mejor dicho, y a este que escribe intentando no perderle de vista…en mala hora lo decidí: a unos metros del final, un tronco menudo pero muy mal encarado, nos hacia una fea maña a la bicicleta y a mi, de la que ando cojeando todavía. 

La trocha se perdía en la espesura y voceamos a un morador de la zona por la mejor bajada, indicando este que era mejor tirarse por la escollera del tren, cosa que
hicimos algunos pocos, los demás, aburridos ellos, fueron a pelearse con unas zarzas de la zona.
Estábamos ya en el valle, en Casa Paciencia, qué bonico nombre. 
A partir de aquí, y hasta Soto de Luiña la senda se convertía en un paseo fluvial bien húmedo, con sus puentes de madera recubiertos de sugerente pátina verdinesca que hacían, a todos, aflojar la marcha y a Edu echar culo a tierra.
Y rematábamos la excursión con las últimas luces, y unas buenas cervezas en un chigre (ahora sí), de la villa.

¿Y de los vaqueiros, que fue de ellos, visteis alguno?,
¿A quien?, ¿A ese grupo étnico y social, caracterizado, por su condición de trashumante, a “alzar“ su morada y pertenencias y trasladarlas a las brañas de arriba en verano o a las del valle en invierno, juntamente con sus ganados? ¿También conocidos por sus censos de población siempre indefinidos, y por su independencia frente al pago de impuestos y oficios religiosos? (eran otros tiempos, que no estaba Montoro in vigilando).
Pues mira tú por dónde, Jeremías, ¡si esta definición se ajusta casi como un guante a los Pelayos!: somos un grupo (algunos dirían una banda) que cada dos por tres cogemos nuestras ganaderías y nos desplazamos también a las brañas, que casi nunca sabemos quién se presenta a las excursiones, al que los sedentarios, aldeanos o no, miran con recelo, y que practicamos una cierta endogamia grupal, identificándonos entre nosotros por nuestros atuendos y monturas... ¿seremos Vaqueiros también?


COLOFÓN
Si no estás fuerte, como Hércules u Odín, sufrirás en las rutas del licenciado Marín,
pero si lo que quieres de verdad es disfrutar, ninguna ruta del fiero geólogo debes evitar.