martes, 28 de mayo de 2013

Soplao 2013. ¡Están locos esos romanos!

Descansado ya de la paliza, sentado delante del teclado, todavía no sé cómo empezar esta crónica. Miro hacia el recién arrancado 3440, jalonado por dos sentencias que no por contundentes dejan de ser estúpidas, en la humilde opinión de un servidor.
EL INFIERNO CÁNTABRO, dice en rojo la de arriba. Permítaseme el desacuerdo con lo de calificar de averno una prueba deportiva, sea cual sea su dureza. No digo que en el Soplao no se sufra y que en algún momento se pasen las de Caín (que se lo pregunten a mis escocidas posaderas y a otros miles de culos), pero uno es libre de abandonar, retirarse, huir, escaparse cuando quiera, cosa que no ocurre en el infierno, donde se padece el castigo eterno. Y en todo caso, me parece más propio ese calificativo para el padecimiento de las mujeres maltratadas, de los niños que se mueren de hambre, de los hombres que son obligados a matarse en una guerra … Eso sí es un infierno. La frase inferior, ésta en negro, es todavía más impresionante y, como la anterior, parece sacada de una peli de Rambo: PARA VENCER HAY QUE SUFRIR. Bueeeeno, en este caso es posible, pero por favor señores organizadores del evento lúdico-deportivo-no competitivo (artículo 1 del reglamento de los 10.000 del Soplao), para los que tenemos muy clarito que no vamos a vencer hagan el favor de dejarnos sufrir lo justo, que ya sé que nadie te obliga, como acabo de decir, pero no nos metan en encerronas sin informarnos previamente de lo que nos aguarda.

Y dejo ya de filosofar y comienzo el relato, que así ustedes me lo han reclamado. Aunque a decir verdad, y como dijo Don Miguel, narrador de las aventuras del hidalgo de La Mancha (nooo, de Arturo no, del otro) no aconteció cosa que de contar fuese. La soledad es lo que tiene, no puedes recrearte en las venturas y desventuras del prójimo, y hablar de uno mismo resulta un tanto ególatra, a la par que aburrido.
El sábado amaneció un día nublado, pero sin agua, a pesar de los augurios de mis bien queridos compañeros de correrías ciclistas. Gracias a todos por los ánimos insuflados los días previos al evento, cacho caaaaa ….. maradas, que todo era compadecernos por el jarreo que nos iba a caer encima. Para regodeo de vuestras ilustrísimas les diré que lo que no llovió durante las 14 primeras horas de pedaleo me cayó todo de vez en las 2 últimas. Y con esto ya he desvelado que fueron 960 los minutos de mi Soplao personal. Añado también que nuestros dos compañeros de peña, los señores Menéndez y García, pasaron menos tiempo encima de la bici, aunque no fue poco.

La salida es un déjà vu de anteriores ediciones: traca pirotécnica, el “Thunderstruck” de los AC/DC y un discurrir apelotonado por las bocacalles que confluyen en la Avenida de Cantabria. A los pocos metros del inicio la primera parada para dar un besín de despedida a mis dos chicas: gracias por el madrugón y hasta la noche. La primera parte del recorrido ha variado respecto a ediciones anteriores: se evita el Monte Corona y se sale hacia el sur, en dirección a Carrejo y Santibáñez. 
Y aquí nos espera el primer sartenazo del día, al menos para los que salimos sin prisa, en la parte media-baja del pelotón. Nada más abandonar Santibáñez se toma una estrecha pista de hormigón de fuerte pendiente que, aunque perfectamente ciclable, provoca un gran tapón, con pie a tierra obligatorio y ascensión tirando por la bici gracias a la solidaridad de los mamarrachos que siempre se encuentran en este tipo de eventos: si yo subo andando, el que viene atrás que se joda. Con este nuevo trazado es cierto que se llega más estirado a La Cocina, como esgrime la organización. El recorrido es más duro, con continuas subidas y bajadas de efecto rompepiernas y otro, también de palabra compuesta, que mejor me callo, pues tengo que dar ejemplo a mi hija, menor de edad y revisora de mis relatos. Se os empieza a echar de menos, queridos amigos, que siempre es peor ir solo que bien acompañado. Aun así no falta la pasajera compañía de quien pregunta cuántos pelayos somos este año, otro que se interesa por la XX VCG o el novel que te interroga sobre cómo eran los anteriores Soplaos.
Al iniciar la rampa de La Cocina mi espíritu se anima, pues me encuentro que está hormigonada y que es posible subir a pedales. El ánimo dura lo que el presupuesto de la obra, unos 400 m, tras los cuales el firme se torna en piedras y barro que obligan de nuevo a descabalgar. Para lo que sí parece haber llegado el presupuesto es para asfaltar la subida a La Florida y la cueva del Soplao. El turismo manda y aunque me gustaba más el vial antiguo, las vistas hacia el Parque Natural de Oyambre siguen siendo impresionantes.

Primer avituallamiento del día en el la cueva que da nombre a este evento, 10 minutitos de parada para reponer fuerzas con un sabroso caldo caliente y bajada rápida a Celis, con ese barro rojo que te tiñe el cuerpo y deja la cadena y los cambios bien guapos. En Puentenansa me detengo a hacer un lavado de emergencia de mi montura, aunque no hubiera hecho falta de haber sabido que estaba a punto de llegar el segundo sartenazo/encerrona del día: el vadeo del río Quivierda. Imaginad el caudal tras las lluvias de días atrás. Un único paso de piedra a piedra para salvar el cauce sin mojarse, con la ayuda de un buen samaritano del lugar que te sostenía la bici mientras dabas un acrobático salto con augurios de resbalón fatal en el momento de aterrizaje sobre una losa húmeda.
La imagen evoca esos documentales que te ayudan a dormir la sobremesa: parecíamos una manada de ñus apelotonados a las orillas del río Mara, nerviosos a la espera de que un valeroso se atreviera a dar el primer salto. Los más inquietos deciden no guardar la cola, atraviesan el cauce por donde más cubre y se hunden hasta los muslos; al menos no había cocodrilos.
Tras pasar por las enlosadas calles de Carmona se asciende al Collado de Montea (o Monte A, según qué cartografía), con su gratificante y descansada bajada hasta Ruente. Atravieso el prestoso puentín de a uno, con sus nueve ojos que te miran como diciendo “anda que no te queda ná, chavalín”. Del otro lado vuelvo a encontrar a mis chicas.
Unas fotos, unos besos, unos qué tal vas y a seguir hasta Ucieda, para hacer parada y fonda en la casa de Mariví, que por unos días es la mía. He decidido avituallarme allí para no tener que parar en la campa de Ucieda, donde las tropas se hacinan en demanda de bocadillos de jamón, plátanos y bebidas vigorizantes. Doy cuenta de un buen tazón de arroz con leche y algunas piezas de fruta, dejo el maillot de entretiempo y cojo el windtex (sabia decisión), meto las linternas en la mochila (también acierto) y opto por no cambiar las zapatillas por las botas de goretex (error total).
Subo El Moral con ánimo, adelantando a mucha gente, escuchando bromas, charlando un ratín con Félix el Asturcón, … Me cruzo con Rubén que, para mi sorpresa, va de retirada. Deben ser, pienso yo, los fantasmas del pasado, pues en el alto chispea un frío borrín. Y bajo con más ánimo todavía, que cuando llego a Juzmeana ya me he zampado los primeros 82 miles de metros, la mitad de la kilometrada. El avituallamiento de este punto ha pasado a mejor vida ¿la crisis? y no hay más comida ni bebida hasta Bárcena. La parada aquí se alarga un poco más de la cuenta, además de engullir lo que se pone a tiro necesito aplicar ungüento de fierabrás a mis escocidas nalgas, y perdone el lector por lo escatológico del tema, que las intimidades es mejor dejarlas dentro de casa. Pero si tuviera que enumerar y cuantificar las causas de sufrimiento del día nombraría piernas, cabeza y nalgas, por orden de magnitud creciente.

La subida a la Cruz de Fuentes hace mella en la cabeza. Para mí es una barrera anímica, es ahí donde has hecho la mitad del Soplao, cuando llegas al alto. Y no significa que el resto sea pan comido, y mucho menos en este nuevo Soplao. 17 pesados kilómetros sólo entretenidos por la belleza del hayedo y un aislado comentario de un gijonés : qué bien estábamos en la custa’l Cholu, amigo. - Dígotelo yo, respondo con una fugaz sonrisa, de las pocas que van quedando en la mochila. Y llegando arriba se repite el proceso: bajada rápida, aunque ésta es más breve que las anteriores. Poco dura la alegría en la casa del pobre y hay que empezar a subir a Ozcaba. Tras su paso llega otro de los duros momentos anímicos, porque se asocia el avituallamiento en esta bonita collada con una inminente bajada: pues no es así, aún quedan 5 km de penosa y pedregosa subida antes de dejarnos caer en un largo descenso que da tregua a patas, cabeza y culo.
Atrás quedan Los Tojos, y llegado a lo más hondo del valle, donde ya no se puede bajar más, empieza el momento novedades y sorpresas. Ya no se gira al este para llegar de nuevo a Juzmeana y ascender por el hace horas superado Moral. Ay!, mi bien querido Moral, cuánto te eché de menos, cuán felices éramos aun subiendo derrengados y arrastrándonos, a sabiendas que una vez culminado nos aguardaban 20 km de descenso para llegar a Cabezón. En esta nueva edición se toma la carretera hacia el oeste, hasta llegar a Correpoco.
Correpoco, tercer sartenazo del día. Advierte el personal de a pie que adecuemos los desarrollos a la cuesta. No es para tanto, dura pero llevadera. Y en seguida el llano, que en pocos metros sigue siendo llano, y también lleno, lleno de piedras, barro y mierda, de ganado, pero mierda. Una senda que si fuera ciclable sería preciosa, pero como las cosas suelen hacer honor a su contenido, el bucólico-pastoril-hermoso camino es eso: una mierda. Y así, los escasos 10 minutos que se tarda en llegar desde Correpoco a Renedo por la carretera se han convertido en 40 de cabreo por la majadería de la mente pensante-sádica del prócer diseñador de itinerarios alternativos. Vale, venga, Pepe, no te cabrees, ya está echo, vamos para el Negreo ese, que no puede ser muy malo, que ya se huele la sal de Cabezón, que vas con adelanto respecto al Soplao de hace dos años. ¡ÁNIMO!
Antes de comenzar la subida me paro en el último avituallamiento a saborear relajadamente un caldo caliente con orujo, ¡redios!, que bien me cae. Llamo a mi santa para comunicarle que hoy no pasaré por casa a la hora de cenar, que no me espere, que son las 21:30 h y todavía me falta un poquiñín para acabar, pero son sólo 5 km de subida y 20 de bajada, chupaó.  Monto las linternas, en el casco y en la bici, que la noche promete ser oscura, y hasta me entretengo en hacer una foto del lugar para mandaros por el facebook, como diciendo … pues ya está hecho. ¡Ja! Un lugareño me advierte del que va a ser el cuarto sartenazo. Tómalo con calma, chaval, regula, que es muy duro. Pero qué carajo voy a regular, si esto no hay humano que lo suba. La primera rampa, de unos 500 m (o eso me pareció) está hormigonada, seguramente porque las piedras rodaban ladera abajo cuando la abrieron. El resto de la subida me recuerda el final del Bustacu antes de que lo arreglaran. Piedra suelta, arena y barro, pues ya ha empezado a llover con fuerza y por delante de mí han pasado más de 2000 ñus amasando el lodo. Así que pie a tierra y a caminar pasito a pasito, como las muñecas de Famosa. Por fin llego a la parte llana, con algunos tramos ciclables y otros imposibles de negociar.
A estas alturas llueve en todas las direcciones menos de arriba hacia abajo, graniza por momentos y el viento hasta me arranca el cubremochilas. Paro con intención de recuperarlo y, sorprendido, escucho de nuevo el “Thunderstruck” de los AC/DC ¿estaré llegando a Cabezón y no me habré dado cuenta? Atónito y pasmaó (ahora entiendo lo de thunderstruck) contemplo una escena propia del sinsentido y la estupidez humana (pido perdón otra vez por la redundancia, la estupidez sólo es humana): la música proviene de un todoterreno de la organización que cierra la carrera. Está todavía al inicio de la subida, y por los altavoces arenga a los más rezagados (calculo que hasta un centenar) alentándoles para que continúen, ¡que ya no queda nada!, dice el mastuerzo. Esto va a ser que se han empeñado en que sintamos en nuestras carnes eso de que PARA VENCER HAY QUE SUFRIR.
¡Que noooo!, que por los comentarios que oigo a mis compañeros de tortura no tenemos ningún interés en ganar, y menos en sufrir más de lo necesario, que si nos hubieran advertido de lo que que nos esperaba nos llegamos a Cabezón por la vía rápida, y no por la Dolorosa, que esa está en Jerusalem, para darse un paseín con cruz y corona de espinas hasta el Gólgota, no en bici hasta el Negreo. Sigo pensando que la organización debió impedir que esa gente subiera, pues la lluvia y el frío ya eran insoportables.
Por fin comienzo el descenso hacia la Collada de Carmona, con mucho cuidado para no caer de la bici. En algunos momentos tengo que descabalgar para que el viento no lo haga por mi. Al llegar a la collada el espectáculo es dantesco. Una única ambulancia llena de gente, bicicletas abandonadas, todos tiritando de frío empapados hasta los tuétanos. Uno de los voluntarios de protección civil me comunica que la Guardia Civil ha cortado la carrera (todavía hay alguien que piensa) y que debemos esperar a que lleguen más ambulancias para evacuarnos o bajar en bici por carretera acompañados de un coche y en grupo. A la pregunta de ¿estás bien? respondo que no, pero que yo no me quedo, si tengo que esperar un minuto más en esas condiciones me muero.
Tomo la carretera y a los 5 minutos me arrepiento de la decisión, ya me tiemblan hasta las pestañas y me resulta difícil controlar la bici. En cuanto me incorporo a la general, a la altura de Barcenillas, a las once y media de la noche, con 153 km en mis piernas y a falta de 12 para llegar a meta, acierto a ver una casa con luz. Me despido de mis compañeros y me apeo. Se acabó.
Mis chicas me encuentran en el bar-refugio, envuelto en la manta térmica, pegado a la catalítica y con una taza de café firmemente agarrada entre mis manos como si fueran a robármela. La tiritona casi ha remitido. Estoy triste, no por mí, sino por Inés, que aguardaba en la meta bajo la lluvia, para levantar la pancarta que con tanto cariño elaboró por la tarde para recibirme. Pero esta vez esbozo una nada forzada sonrisa cuando me dice que, para ella, su papi sí ha acabado el Soplao.

Quiero dar las gracias al samaritano que cerraba esa noche el Bar Pedro, y a José, su último cliente del día, que me auxiliaron y llamaron a mis rescatadoras. Ah!, y por guardarme la bici hasta la mañana siguiente, desoyendo mi sugerencia acerca del abandono en un barranco, la venta, subasta o incluso destrucción de la montura en cuestión.


sábado, 11 de mayo de 2013

101Peregrinos 2013, sol y cuestas


La noche llega brusca, repentina, sin tiempo apenas de entornar los ojos. La escasa luz que atravesaba las copas de los árboles, hace menos de un segundo, desaparece en una neblina opaca que lo sumerge todo. El jinete, habituado a oscuridades similares pero en terrenos conocidos, refrena su montura de forma ruda, mientras pestañea intentando atravesar las tinieblas que lo rodean, pero es un esfuerzo en vano (-“¡No veo naadaaa…!) -chilla el infeliz..., bueno, la verdad es que chilló otra cosa…pero esto lo ven los menores y hay que dar ejemplo…). 
Está en tierra de nadie, entre la avanzadilla de la exigua expedición, y la retaguardia de la misma. Su inquietud y bravura han hecho que, a diferencia de sus compañeros de escuadra, precavidos ellos…no porte ningún farol con que iluminarse. 
Detenido en medio del camino, el soldado, recio de porte y tozudo de espíritu, escucha en silencio el ruido de su respiración, mientras aguarda a que lo alcancen sus camaradas de zaga. Quedan pocos, dos a lo sumo. Del resto no sabe nada, solo puede aventurar. Con los dedos de la mano que no se ve inicia el conteo: de las diez unidades que componían la brigada, sólo siete llegan con cierta orden a la villa berciana: el brigada Marín, acompañado del pausado gastador Villa, la joven doncella De la Fuente y los alféreces Blas, Josmar, Mancha y él mismo. Los dos primeros ya corren adelantados, luego de sufrir penas y peligros en las cercanías del castillo de Cornatel, donde temieron por sus integridades, acosadas por un despiadado carnero enemigo de aviesas y penetrantes intenciones. A la par que ellos, pero licenciado ya de la ruta, avanza el caraqueño Jorges, con premuras familiares. Los otros tres montaraces restantes, los tenientes Morís y Rosón, y el bisoño recluta Granados, asedian en esos instantes, con flacos resultados todo hay que decirlo, a rubias vestales de Ponferrada, haciendo gala de su juventud y locuacidad. 
Un ruido sobresalta en estos momentos al oficial: por su espalda se aproximan unas luces destellantes: en la cercanía reconoce a la debutante moza escoltada por el barbado Juan Blas, inconfundible este con sus tres buenos fanales de proa. Tras las amonestaciones de rigor, el grupo continúa en pos del avituallamiento de Santalla. En esta villa, acompañado de amables lugareños, ya se encuentra Mancha, que degusta caldo, vino, chorizos, oreja, empanada y lo que se le ponga por delante, mientras espera desesperado.
El trío rezagado continuará por terreno favorable unas cuantas leguas mas, pero en un cruce, el apagado Acedo se desorienta, perdiéndose de nuevo en las tenebrosidades del bosque. Harán falta otros lóbregos minutos para reencontrar al pródigo, reprenderlo de nuevo y alcanzar la población, donde hallan al desmoralizado manchego saboreando, ahora, huevos cocidos con morcilla y patatas. 
En ese mismo momento, 14 horas después del inicio de la ruta, llega a Ponferrada un agotado y escurrido Marín, de cuya generosidad mingitoria dan fe en todo la Babia, que no pierde tiempo en sumergirse en una buena tina de agua caliente, (la ducha…no había bañera…), a ver si así reduce la inflamación de sus cuartos traseros, irritados por la larga jornada. Por delante de él, hace ya algún tiempo, también ha llegado René, en mejor estado, quizás debido a la mayor corpulencia del finado. Y en un catre cercano descansa el atlántico Jorges, soñando con retoña que atender.
Quedan atrás 101 kilómetros de sufrimiento y cansancio, pero también de parajes agrestes y de gentes amables y dispuestas. 
Queda atrás también un largo e inédito ascenso aaaa... San Pedro de Trones, no sin pasar antes por su famosa cantera de pizarra que iniciaría la rotura del grupo: mientras el brigada aguador, el espigado Villa y el afeitado Acedo subían con fuerzas, el resto lo hacía con desgana manifiesta, deteniéndose en cualquier sombra de jara que encontraran. 
El final de ese tramo consistía en un sendero estrecho y empinado que provoca una enorme montonera de jinetes, algunos de de los cuales optan por tirar su montura al barranco antes que bajar encima de ella. Pero las penurias persisten en una larguísima ascensión a Las Médulas. Aquí el sol mella  las voluntades de los gauchos, deshaciendo definitivamente ya el mermado clan. En la cima sólo aguarda un descansado Antonio, que aún no sabe de futuras negruras. El quinteto reunido desciende hacia Cornatel y Villavieja donde la noche y un cocido de jabalí les aguarda…..............
La hora de las brujas queda atrás y al reducido grupo trasero le cuesta ganar metros, se ha dividido en dos: Acedo y Mancha que reconocen el terreno por delante y la sonriente Vanesa y Juan Blas cerrando filas por detrás.
En una de las vaguadas, justo al acometer una pasarela fluvial, el deslucido pierde la luz de su compañero, a la vez que la montura, que huye por la foresta, con el consiguiente revolcón por el polvoriento suelo. Pero el sureño es robusto y los daños son mínimos. Una vez recobrado corcel y  arreos, el dúo sigue camino. Les quedan 12 kilómetros,  por terreno llano al extraviarse en una de las intersecciones. 
La llegada a la capital es solitaria, apenas unos pocos ciudadanos libertinos animan a la pareja, que recorre los últimos metros con decisión y cansancio. Al fin, tras 15 horas de trote alcanzan la posada, donde ya les aguarda el hidratado Barcáiztegui. El grupo se reúne con los juveniles, que a esas horas ya están ahítos de pasear por las animadas calles del barrio viejo, y consiguen de la amable posadera unas viandas
con que calmar los ruidos intestinales. Entre bocado y trago, van pasando los minutos a la vez que la preocupación por el dúo de cierre aumenta. 
Al final, justo a la hora del diablo (las tres de la madrugada) un callado y extenuado jinete atrona las puertas del hostal, atravesando estas con su polvorienta montura. En sus ojos late un orgullo genuino, ha logrado rematar la faena tras casi 17 horas de dura travesía, al igual que su compañera, la gentil Vanesa que, a esas horas, recorre ya el camino de vuelta a su morada. 
El taburete cruje por todos los costados cuando el barbudo hombretón, ante las expectantes y temerosas miradas de sus compañeros, se sienta sobre él. Sin mediar palabra alarga la  mano, tostada por el sol y sucia por el sudor, hasta la jarra de limonada que la nocturna mesonera ha puesto en la barra.
Tras unos largos minutos de silencio, en los que sólo se escucha la fuerte respiración del sediento fortachón, éste, por fin, pronuncia las primeras palabras…

-“¡¡¡...ME DUELEN HASTA LAS UÑAS...!!!...

...lo sabemos Juan, lo sabemos...y nos quitamos el sombrero ante ti y ante Vanesa...bueno, los cascos.

Pd. Y no me habléis más de Peregrinos hasta el año que viene.


miércoles, 1 de mayo de 2013

Caminito a Covadonga, abril 2013

El ímpetu juvenil y el buen tiempo siempre han casado bien, y en esta ocasión han sido cuatro valerosos e incautos jinetes, los que han protagonizado una desbandada de la orden que con tanto cariño les ha acogido, para hacer una escapada de sus obligaciones concejeras y así saldar una deuda pendiente con el patrono de la susodicha organización.


Cinco eran los convocados a la hégira mas solo cuatro acudieron a la llamada, mal presagio, por aquello del Apocalipsis y los Jinetes; para colmo lo mejorcito de cada casa oiga usted, no podía ser de otra manera:
El Jinete Normando, valeroso caballero, recio como una muralla, implacable como un ariete y sagaz como una pantera (¿roja?)
El Jinete Alquimista, un entendido en el asunto del metal, la forja y la mezcla de sustancias varias, vaya usted a saber cuáles...
Un Jinete que aun mantiene el rango de escudero, dado que apenas alcanza tres lustros, aunque todo sea dicho, en su haber obra un gran talento que muestra con desparpajo y a veces incluso con cierta desidia, lo que probablemente sea menester en tales edades.
En último lugar pese a ser el prefecto (que no perfecto) de ruta, llegaba el tristemente conocido Jinete Válvulas, titulo honorífico que se le otorgó tras un ligero percance, del cual no quiero, o vale mas no acordarse.
El día comenzaba bajo el rocío del alba, ya que en aquellos momentos el astro rey aun no había hecho su aparición. Tal nimiedad no iba a detener el arranque de la comitiva, que comenzaba con un ritmo moderado, pero sostenido, el camino del Curbiellu, al encuentro del primer rayo del amanecer. 
Pasado ese trecho, con pedalada firme y mantenida, encontraríamos los primeros repechos del camino, en la conocida subida a la Cruz donde la tan ansiada luz solar nos esperaba para darnos la bienvenida y calentarnos las posaderas. 
Cabe destacar algún encontronazo y posterior  resbalón en el barro de algún jinete impetuoso, que no entendía aun el dicho aquel de “no por mucho correr se termina primero”, y las hazañas del joven escudero subiendo tramos técnicos, en los cuales, durante algunos momentos, temimos por su vida. 
He aquí donde se verían los primeros indicios, de lo que más adelante se convertiría en la eterna lucha de la juventud y la vigorosidad, contra la vejez y sabiduría. 
Se palpaba cierta incertidumbre y nerviosismo en el ambiente cuando enfilábamos las bajadas trialeras a Amandi: los jóvenes mozuelos, desconocedores del alcance del sube y baja de la zona, se encontraban un poco a merced del Jinete Válvulas, el cual los dirigía a buen paso y con eficacia, todo sea dicho, por las enrevesadas caleyas, reteniéndolos al principio de las mismas para poder tomar las mejores instantáneas que inmortalizaran el evento. 
Superado Amandi topábamos con el camino del río, un tramo corto pero intenso, donde los jinetes vejetes (que sabían donde se metían) echaron pie a tierra, quizás al principio para honrar los vergeles interminables y majestuosos de la naturaleza asturiana, aunque al final se desvelara que era para ir porteando por las piedras. Fue aquí donde el Jinete Escudero, en un arranque estrepitoso, se enfrentaría a rocas, barro, musgos y todo aquello que se le pusiera por el camino, hasta que éste puso a él donde debía estar, con los pies en la tierra. 

Fue también en esta zona donde el Jinete Alquimista, fiel a sus enseres, los cuales no es partidario de mojar ni ensuciar, bajo concepto ni tratado de paz alguno, iría hila

ndo con sumo cuidado los pasos a recorrer. No fuera a ser que hubiera que echar mano de los calcetines de repuesto, que seguro llevaba a buen recaudo en el petate.
Sietes y la subida a Anayo nos daban la respetuosa bienvenida que se le debe dar a las huestes pelayeras, con un buen y prolongado ascenso, lleno de piedras y barro, por el cual no se subía ni con un tractor. En la carretera ya se vislumbraba el desenlace inesperado de la ruta, el cual iremos desvelando a su debido tiempo.
A la llegada a Anayo nos esperaba un merecido reposo y piscolabis, consistente en bocata tortiella, barritas y geles varios. Allí nos llegaron las buenas nuevas, esperanzadoras y
reconfortantes, de la mano de Lalo, compañero de aventuras y andanzas que, preocupado por nuestras integridades (probablemente con más razón que un santo), se apresuro a ofrecernos alojamiento, y todo aquello que precisáramos, en caso de sufrir cualquier percance inesperado durante la travesía. Tras tan noble gesto, el cual le agradeceremos siempre de todo corazón, enfilamos la bajada en dirección a las Arriondas, a través del "Camín de la Reina".
Y ahí llego el tan inesperado imprevisto que suele ser raro no tener alguno en estos laboreos: el joven escudero se desvanecía, o al menos perdía el equilibrio en una parada estratégica, desplomándose sobre su bicicleta y provocando un doblez de patilla, que en otras circunstancias habría puesto serias trabas a la comitiva. Pero en la Orden Pelayera nuestros preceptores son bien conocidos por instruir concienzudamente a todos los grumetes de agua dulce: a consecuencia de vérselas con nuestro Maestre Pedro Pablo, bien conocido por poner presta y eficazmente derecho lo que antes estaba torcido, ya fueran bien cañerías enrevesadas o jóvenes mozalbetes respondones. 
Para estos menesteres, y ya que el Jinete Válvulas estaba ya un poco saturado de quehaceres (organización, emisora, teléfono, comidas, guía, fotografiado y solo Dios sabe que más) el Jinete Normando, fiel a su cultura dio un firme paso al frente ("anda quitar pa'lla que estorbáis") y tomando las riendas de la situación, soluciono el escollo en un plis-plas. 
Dejado el percance atrás, continuamos la travesía por los absorbentes parajes que rodean Cangas de Onís y Arriondas, los cuales son dignos de contemplar. 

Debemos reseñar que por aquestas tierras son frecuentes y comunes los “cernícalos” y “animales de bermellón”, a los cuales podemos encontrar haciendo de las suyas por estos parajes, que le vamos a hacer… 
El camino avanzaba, y Cuadonga se veía cada vez más cercano, fue aquí donde comenzó todo: la eterna lucha de la juventud por abrirse paso y la de la vejez por persistir un poco más. Se estableció una encarnizada lucha entre el Jinete Normando y Válvulas, por un lado, contra el Jinete Alquimista y el Escudero, por el otro, los cuales pugnaban con saña para ser los primeros en coronar la Santa Basílica de Cuadonga. 

Ya en la subida de la Cueva, tras la rotonda, los jóvenes mozalbetes empezaban a mostrar signos de fatiga y extenuación, por lo que la contienda se estableció entre el Jinete Normando, en 2º lugar y el Jinete Válvulas en 1º, al menos hasta el último repecho, donde las piernas del Jinete Válvulas, comenzarían a quejarse de las interminables leguas del camino, mientras que las del Jinete Normando, fieles a su casta guerrera, no cejaban en su empeño de vencer en la contienda.

Finalmente fue la casta vikinga, recia y vigorosa, la vencedora, aunque seguida muy de cerca de la casta asturiana. Tras ellos llegaba el Jinete Alquimista, y en un humilde pero instructivo puesto final el Escudero, más feliz que unas castañuelas.

Ya en la meta, bajo el temblequeo incesante de las que fueron los motores que nos llevaron,
recuperándose lentamente y tras una generosa ingesta de carbohidratos y agua, los jinetes de la Orden Pelayera rindieron honores a su patrón, y se realizó la foto conmemorativa de tamaña ruta, en la que debemos destacar el clima que nos acompañó, y el inesperado buen estado de la mayoría de los caminos. 

De regreso a tierras baldías, el Jinete Normando, quizás por un subidón de azúcar, quizás porque en cada parada ingería indiscriminadamente esas barritas proteicas del Decartón, o quizás porque iba dopado y no lo reconocía, nos fue dando estopa sin piedad ni decoro durante todo el camino de vuelta a Arriondas, provocando que el joven alquimista desfalleciera, y tuviera que detener a las huestes para recuperarse. Aun no sabemos por qué, pero se veía una extraña luz en los ojos del Normando, el cual estaba más contento que unas pascuas al traernos a todos a rastras por el camino con la lengua fuera, supongo que fuera esa vena sádica de los vikingos, que a nadie deja indiferente.
También tuvimos la buena ocurrencia de agradecer como es debido el gran detalle que tuvo nuestro compañero Lalo, invitándolo a tomar algo, aunque al final fuere él quien terminó por invitarnos a todos. Lalo te estamos muy agradecidos, eres un gran compañero.
Debo indicar que debido a que no había comido nada, o 
porque disfrutaba mucho en compañía de todos, se me olvidó echar alguna foto de la reunión que tuvimos en una

pastelería cercana a la estación, donde nos pusimos las botas. ¡Cachis!



Y así termina mi primer relato de las andanzas montañesas, las cuales espero seguir poder relatando, cada vez con mayor destreza, tanto en la pluma como en el velocípedo.

¡¡¡Hasta la próxima!!! 
Firmado: El Jinete Válvulas