EL INFIERNO CÁNTABRO, dice en rojo la de arriba. Permítaseme el desacuerdo con lo de calificar de averno una prueba deportiva, sea cual sea su dureza. No digo que en el Soplao no se sufra y que en algún momento se pasen las de Caín (que se lo pregunten a mis escocidas posaderas y a otros miles de culos), pero uno es libre de abandonar, retirarse, huir, escaparse cuando quiera, cosa que no ocurre en el infierno, donde se padece el castigo eterno. Y en todo caso, me parece más propio ese calificativo para el padecimiento de las mujeres maltratadas, de los niños que se mueren de hambre, de los hombres que son obligados a matarse en una guerra … Eso sí es un infierno. La frase inferior, ésta en negro, es todavía más impresionante y, como la anterior, parece sacada de una peli de Rambo: PARA VENCER HAY QUE SUFRIR. Bueeeeno, en este caso es posible, pero por favor señores organizadores del evento lúdico-deportivo-no competitivo (artículo 1 del reglamento de los 10.000 del Soplao), para los que tenemos muy clarito que no vamos a vencer hagan el favor de dejarnos sufrir lo justo, que ya sé que nadie te obliga, como acabo de decir, pero no nos metan en encerronas sin informarnos previamente de lo que nos aguarda.
Y dejo ya de filosofar y comienzo el relato, que así ustedes me lo han reclamado. Aunque a decir verdad, y como dijo Don Miguel, narrador de las aventuras del hidalgo de La Mancha (nooo, de Arturo no, del otro) no aconteció cosa que de contar fuese. La soledad es lo que tiene, no puedes recrearte en las venturas y desventuras del prójimo, y hablar de uno mismo resulta un tanto ególatra, a la par que aburrido.
El sábado amaneció un día nublado, pero sin agua, a pesar de los augurios de mis bien queridos compañeros de correrías ciclistas. Gracias a todos por los ánimos insuflados los días previos al evento, cacho caaaaa ….. maradas, que todo era compadecernos por el jarreo que nos iba a caer encima. Para regodeo de vuestras ilustrísimas les diré que lo que no llovió durante las 14 primeras horas de pedaleo me cayó todo de vez en las 2 últimas. Y con esto ya he desvelado que fueron 960 los minutos de mi Soplao personal. Añado también que nuestros dos compañeros de peña, los señores Menéndez y García, pasaron menos tiempo encima de la bici, aunque no fue poco.
La salida es un déjà vu de anteriores ediciones: traca pirotécnica, el “Thunderstruck” de los AC/DC y un discurrir apelotonado por las bocacalles que confluyen en la Avenida de Cantabria. A los pocos metros del inicio la primera parada para dar un besín de despedida a mis dos chicas: gracias por el madrugón y hasta la noche. La primera parte del recorrido ha variado respecto a ediciones anteriores: se evita el Monte Corona y se sale hacia el sur, en dirección a Carrejo y Santibáñez.
Y aquí nos espera el primer sartenazo del día, al menos para los que salimos sin prisa, en la parte media-baja del pelotón. Nada más abandonar Santibáñez se toma una estrecha pista de hormigón de fuerte pendiente que, aunque perfectamente ciclable, provoca un gran tapón, con pie a tierra obligatorio y ascensión tirando por la bici gracias a la solidaridad de los mamarrachos que siempre se encuentran en este tipo de eventos: si yo subo andando, el que viene atrás que se joda. Con este nuevo trazado es cierto que se llega más estirado a La Cocina, como esgrime la organización. El recorrido es más duro, con continuas subidas y bajadas de efecto rompepiernas y otro, también de palabra compuesta, que mejor me callo, pues tengo que dar ejemplo a mi hija, menor de edad y revisora de mis relatos. Se os empieza a echar de menos, queridos amigos, que siempre es peor ir solo que bien acompañado. Aun así no falta la pasajera compañía de quien pregunta cuántos pelayos somos este año, otro que se interesa por la XX VCG o el novel que te interroga sobre cómo eran los anteriores Soplaos.
Al iniciar la rampa de La Cocina mi espíritu se anima, pues me encuentro que está hormigonada y que es posible subir a pedales. El ánimo dura lo que el presupuesto de la obra, unos 400 m, tras los cuales el firme se torna en piedras y barro que obligan de nuevo a descabalgar. Para lo que sí parece haber llegado el presupuesto es para asfaltar la subida a La Florida y la cueva del Soplao. El turismo manda y aunque me gustaba más el vial antiguo, las vistas hacia el Parque Natural de Oyambre siguen siendo impresionantes.
Primer avituallamiento del día en el la cueva que da nombre a este evento, 10 minutitos de parada para reponer fuerzas con un sabroso caldo caliente y bajada rápida a Celis, con ese barro rojo que te tiñe el cuerpo y deja la cadena y los cambios bien guapos. En Puentenansa me detengo a hacer un lavado de emergencia de mi montura, aunque no hubiera hecho falta de haber sabido que estaba a punto de llegar el segundo sartenazo/encerrona del día: el vadeo del río Quivierda. Imaginad el caudal tras las lluvias de días atrás. Un único paso de piedra a piedra para salvar el cauce sin mojarse, con la ayuda de un buen samaritano del lugar que te sostenía la bici mientras dabas un acrobático salto con augurios de resbalón fatal en el momento de aterrizaje sobre una losa húmeda.
La imagen evoca esos documentales que te ayudan a dormir la sobremesa: parecíamos una manada de ñus apelotonados a las orillas del río Mara, nerviosos a la espera de que un valeroso se atreviera a dar el primer salto. Los más inquietos deciden no guardar la cola, atraviesan el cauce por donde más cubre y se hunden hasta los muslos; al menos no había cocodrilos.
Tras pasar por las enlosadas calles de Carmona se asciende al Collado de Montea (o Monte A, según qué cartografía), con su gratificante y descansada bajada hasta Ruente. Atravieso el prestoso puentín de a uno, con sus nueve ojos que te miran como diciendo “anda que no te queda ná, chavalín”. Del otro lado vuelvo a encontrar a mis chicas.
Unas fotos, unos besos, unos qué tal vas y a seguir hasta Ucieda, para hacer parada y fonda en la casa de Mariví, que por unos días es la mía. He decidido avituallarme allí para no tener que parar en la campa de Ucieda, donde las tropas se hacinan en demanda de bocadillos de jamón, plátanos y bebidas vigorizantes. Doy cuenta de un buen tazón de arroz con leche y algunas piezas de fruta, dejo el maillot de entretiempo y cojo el windtex (sabia decisión), meto las linternas en la mochila (también acierto) y opto por no cambiar las zapatillas por las botas de goretex (error total).
Subo El Moral con ánimo, adelantando a mucha gente, escuchando bromas, charlando un ratín con Félix el Asturcón, … Me cruzo con Rubén que, para mi sorpresa, va de retirada. Deben ser, pienso yo, los fantasmas del pasado, pues en el alto chispea un frío borrín. Y bajo con más ánimo todavía, que cuando llego a Juzmeana ya me he zampado los primeros 82 miles de metros, la mitad de la kilometrada. El avituallamiento de este punto ha pasado a mejor vida ¿la crisis? y no hay más comida ni bebida hasta Bárcena. La parada aquí se alarga un poco más de la cuenta, además de engullir lo que se pone a tiro necesito aplicar ungüento de fierabrás a mis escocidas nalgas, y perdone el lector por lo escatológico del tema, que las intimidades es mejor dejarlas dentro de casa. Pero si tuviera que enumerar y cuantificar las causas de sufrimiento del día nombraría piernas, cabeza y nalgas, por orden de magnitud creciente.
La subida a la Cruz de Fuentes hace mella en la cabeza. Para mí es una barrera anímica, es ahí donde has hecho la mitad del Soplao, cuando llegas al alto. Y no significa que el resto sea pan comido, y mucho menos en este nuevo Soplao. 17 pesados kilómetros sólo entretenidos por la belleza del hayedo y un aislado comentario de un gijonés : qué bien estábamos en la custa’l Cholu, amigo. - Dígotelo yo, respondo con una fugaz sonrisa, de las pocas que van quedando en la mochila. Y llegando arriba se repite el proceso: bajada rápida, aunque ésta es más breve que las anteriores. Poco dura la alegría en la casa del pobre y hay que empezar a subir a Ozcaba. Tras su paso llega otro de los duros momentos anímicos, porque se asocia el avituallamiento en esta bonita collada con una inminente bajada: pues no es así, aún quedan 5 km de penosa y pedregosa subida antes de dejarnos caer en un largo descenso que da tregua a patas, cabeza y culo.
Atrás quedan Los Tojos, y llegado a lo más hondo del valle, donde ya no se puede bajar más, empieza el momento novedades y sorpresas. Ya no se gira al este para llegar de nuevo a Juzmeana y ascender por el hace horas superado Moral. Ay!, mi bien querido Moral, cuánto te eché de menos, cuán felices éramos aun subiendo derrengados y arrastrándonos, a sabiendas que una vez culminado nos aguardaban 20 km de descenso para llegar a Cabezón. En esta nueva edición se toma la carretera hacia el oeste, hasta llegar a Correpoco.
Correpoco, tercer sartenazo del día. Advierte el personal de a pie que adecuemos los desarrollos a la cuesta. No es para tanto, dura pero llevadera. Y en seguida el llano, que en pocos metros sigue siendo llano, y también lleno, lleno de piedras, barro y mierda, de ganado, pero mierda. Una senda que si fuera ciclable sería preciosa, pero como las cosas suelen hacer honor a su contenido, el bucólico-pastoril-hermoso camino es eso: una mierda. Y así, los escasos 10 minutos que se tarda en llegar desde Correpoco a Renedo por la carretera se han convertido en 40 de cabreo por la majadería de la mente pensante-sádica del prócer diseñador de itinerarios alternativos. Vale, venga, Pepe, no te cabrees, ya está echo, vamos para el Negreo ese, que no puede ser muy malo, que ya se huele la sal de Cabezón, que vas con adelanto respecto al Soplao de hace dos años. ¡ÁNIMO!
A estas alturas llueve en todas las direcciones menos de arriba hacia abajo, graniza por momentos y el viento hasta me arranca el cubremochilas. Paro con intención de recuperarlo y, sorprendido, escucho de nuevo el “Thunderstruck” de los AC/DC ¿estaré llegando a Cabezón y no me habré dado cuenta? Atónito y pasmaó (ahora entiendo lo de thunderstruck) contemplo una escena propia del sinsentido y la estupidez humana (pido perdón otra vez por la redundancia, la estupidez sólo es humana): la música proviene de un todoterreno de la organización que cierra la carrera. Está todavía al inicio de la subida, y por los altavoces arenga a los más rezagados (calculo que hasta un centenar) alentándoles para que continúen, ¡que ya no queda nada!, dice el mastuerzo. Esto va a ser que se han empeñado en que sintamos en nuestras carnes eso de que PARA VENCER HAY QUE SUFRIR.
¡Que noooo!, que por los comentarios que oigo a mis compañeros de tortura no tenemos ningún interés en ganar, y menos en sufrir más de lo necesario, que si nos hubieran advertido de lo que que nos esperaba nos llegamos a Cabezón por la vía rápida, y no por la Dolorosa, que esa está en Jerusalem, para darse un paseín con cruz y corona de espinas hasta el Gólgota, no en bici hasta el Negreo. Sigo pensando que la organización debió impedir que esa gente subiera, pues la lluvia y el frío ya eran insoportables.
Por fin comienzo el descenso hacia la Collada de Carmona, con mucho cuidado para no caer de la bici. En algunos momentos tengo que descabalgar para que el viento no lo haga por mi. Al llegar a la collada el espectáculo es dantesco. Una única ambulancia llena de gente, bicicletas abandonadas, todos tiritando de frío empapados hasta los tuétanos. Uno de los voluntarios de protección civil me comunica que la Guardia Civil ha cortado la carrera (todavía hay alguien que piensa) y que debemos esperar a que lleguen más ambulancias para evacuarnos o bajar en bici por carretera acompañados de un coche y en grupo. A la pregunta de ¿estás bien? respondo que no, pero que yo no me quedo, si tengo que esperar un minuto más en esas condiciones me muero.
Tomo la carretera y a los 5 minutos me arrepiento de la decisión, ya me tiemblan hasta las pestañas y me resulta difícil controlar la bici. En cuanto me incorporo a la general, a la altura de Barcenillas, a las once y media de la noche, con 153 km en mis piernas y a falta de 12 para llegar a meta, acierto a ver una casa con luz. Me despido de mis compañeros y me apeo. Se acabó.
Mis chicas me encuentran en el bar-refugio, envuelto en la manta térmica, pegado a la catalítica y con una taza de café firmemente agarrada entre mis manos como si fueran a robármela. La tiritona casi ha remitido. Estoy triste, no por mí, sino por Inés, que aguardaba en la meta bajo la lluvia, para levantar la pancarta que con tanto cariño elaboró por la tarde para recibirme. Pero esta vez esbozo una nada forzada sonrisa cuando me dice que, para ella, su papi sí ha acabado el Soplao.
Quiero dar las gracias al samaritano que cerraba esa noche el Bar Pedro, y a José, su último cliente del día, que me auxiliaron y llamaron a mis rescatadoras. Ah!, y por guardarme la bici hasta la mañana siguiente, desoyendo mi sugerencia acerca del abandono en un barranco, la venta, subasta o incluso destrucción de la montura en cuestión.
3 comentarios:
Pepe, te has superado de nuevo, increible relato, lo he leido dos veces de un tirón; la segunda me tuve que poner la chaquetilla...de franela.
Eres un crack, como dice tu hija... !si que has acabado el soplao!.... no es todo pasar por debajo de un arco.
Menuda experiencia.... a ver quien se atreve luego a decirte que eres tu el que pone sartenazos :-D
Maravilloso relato Pepe. Eres grande. Tengo la piel de
gallina de leerlo y cada vez me alegro mas del cangelo que no me dejo apuntarme a ultima hora. Jeje.
Otro año sera.
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