sábado, 11 de mayo de 2013

101Peregrinos 2013, sol y cuestas


La noche llega brusca, repentina, sin tiempo apenas de entornar los ojos. La escasa luz que atravesaba las copas de los árboles, hace menos de un segundo, desaparece en una neblina opaca que lo sumerge todo. El jinete, habituado a oscuridades similares pero en terrenos conocidos, refrena su montura de forma ruda, mientras pestañea intentando atravesar las tinieblas que lo rodean, pero es un esfuerzo en vano (-“¡No veo naadaaa…!) -chilla el infeliz..., bueno, la verdad es que chilló otra cosa…pero esto lo ven los menores y hay que dar ejemplo…). 
Está en tierra de nadie, entre la avanzadilla de la exigua expedición, y la retaguardia de la misma. Su inquietud y bravura han hecho que, a diferencia de sus compañeros de escuadra, precavidos ellos…no porte ningún farol con que iluminarse. 
Detenido en medio del camino, el soldado, recio de porte y tozudo de espíritu, escucha en silencio el ruido de su respiración, mientras aguarda a que lo alcancen sus camaradas de zaga. Quedan pocos, dos a lo sumo. Del resto no sabe nada, solo puede aventurar. Con los dedos de la mano que no se ve inicia el conteo: de las diez unidades que componían la brigada, sólo siete llegan con cierta orden a la villa berciana: el brigada Marín, acompañado del pausado gastador Villa, la joven doncella De la Fuente y los alféreces Blas, Josmar, Mancha y él mismo. Los dos primeros ya corren adelantados, luego de sufrir penas y peligros en las cercanías del castillo de Cornatel, donde temieron por sus integridades, acosadas por un despiadado carnero enemigo de aviesas y penetrantes intenciones. A la par que ellos, pero licenciado ya de la ruta, avanza el caraqueño Jorges, con premuras familiares. Los otros tres montaraces restantes, los tenientes Morís y Rosón, y el bisoño recluta Granados, asedian en esos instantes, con flacos resultados todo hay que decirlo, a rubias vestales de Ponferrada, haciendo gala de su juventud y locuacidad. 
Un ruido sobresalta en estos momentos al oficial: por su espalda se aproximan unas luces destellantes: en la cercanía reconoce a la debutante moza escoltada por el barbado Juan Blas, inconfundible este con sus tres buenos fanales de proa. Tras las amonestaciones de rigor, el grupo continúa en pos del avituallamiento de Santalla. En esta villa, acompañado de amables lugareños, ya se encuentra Mancha, que degusta caldo, vino, chorizos, oreja, empanada y lo que se le ponga por delante, mientras espera desesperado.
El trío rezagado continuará por terreno favorable unas cuantas leguas mas, pero en un cruce, el apagado Acedo se desorienta, perdiéndose de nuevo en las tenebrosidades del bosque. Harán falta otros lóbregos minutos para reencontrar al pródigo, reprenderlo de nuevo y alcanzar la población, donde hallan al desmoralizado manchego saboreando, ahora, huevos cocidos con morcilla y patatas. 
En ese mismo momento, 14 horas después del inicio de la ruta, llega a Ponferrada un agotado y escurrido Marín, de cuya generosidad mingitoria dan fe en todo la Babia, que no pierde tiempo en sumergirse en una buena tina de agua caliente, (la ducha…no había bañera…), a ver si así reduce la inflamación de sus cuartos traseros, irritados por la larga jornada. Por delante de él, hace ya algún tiempo, también ha llegado René, en mejor estado, quizás debido a la mayor corpulencia del finado. Y en un catre cercano descansa el atlántico Jorges, soñando con retoña que atender.
Quedan atrás 101 kilómetros de sufrimiento y cansancio, pero también de parajes agrestes y de gentes amables y dispuestas. 
Queda atrás también un largo e inédito ascenso aaaa... San Pedro de Trones, no sin pasar antes por su famosa cantera de pizarra que iniciaría la rotura del grupo: mientras el brigada aguador, el espigado Villa y el afeitado Acedo subían con fuerzas, el resto lo hacía con desgana manifiesta, deteniéndose en cualquier sombra de jara que encontraran. 
El final de ese tramo consistía en un sendero estrecho y empinado que provoca una enorme montonera de jinetes, algunos de de los cuales optan por tirar su montura al barranco antes que bajar encima de ella. Pero las penurias persisten en una larguísima ascensión a Las Médulas. Aquí el sol mella  las voluntades de los gauchos, deshaciendo definitivamente ya el mermado clan. En la cima sólo aguarda un descansado Antonio, que aún no sabe de futuras negruras. El quinteto reunido desciende hacia Cornatel y Villavieja donde la noche y un cocido de jabalí les aguarda…..............
La hora de las brujas queda atrás y al reducido grupo trasero le cuesta ganar metros, se ha dividido en dos: Acedo y Mancha que reconocen el terreno por delante y la sonriente Vanesa y Juan Blas cerrando filas por detrás.
En una de las vaguadas, justo al acometer una pasarela fluvial, el deslucido pierde la luz de su compañero, a la vez que la montura, que huye por la foresta, con el consiguiente revolcón por el polvoriento suelo. Pero el sureño es robusto y los daños son mínimos. Una vez recobrado corcel y  arreos, el dúo sigue camino. Les quedan 12 kilómetros,  por terreno llano al extraviarse en una de las intersecciones. 
La llegada a la capital es solitaria, apenas unos pocos ciudadanos libertinos animan a la pareja, que recorre los últimos metros con decisión y cansancio. Al fin, tras 15 horas de trote alcanzan la posada, donde ya les aguarda el hidratado Barcáiztegui. El grupo se reúne con los juveniles, que a esas horas ya están ahítos de pasear por las animadas calles del barrio viejo, y consiguen de la amable posadera unas viandas
con que calmar los ruidos intestinales. Entre bocado y trago, van pasando los minutos a la vez que la preocupación por el dúo de cierre aumenta. 
Al final, justo a la hora del diablo (las tres de la madrugada) un callado y extenuado jinete atrona las puertas del hostal, atravesando estas con su polvorienta montura. En sus ojos late un orgullo genuino, ha logrado rematar la faena tras casi 17 horas de dura travesía, al igual que su compañera, la gentil Vanesa que, a esas horas, recorre ya el camino de vuelta a su morada. 
El taburete cruje por todos los costados cuando el barbudo hombretón, ante las expectantes y temerosas miradas de sus compañeros, se sienta sobre él. Sin mediar palabra alarga la  mano, tostada por el sol y sucia por el sudor, hasta la jarra de limonada que la nocturna mesonera ha puesto en la barra.
Tras unos largos minutos de silencio, en los que sólo se escucha la fuerte respiración del sediento fortachón, éste, por fin, pronuncia las primeras palabras…

-“¡¡¡...ME DUELEN HASTA LAS UÑAS...!!!...

...lo sabemos Juan, lo sabemos...y nos quitamos el sombrero ante ti y ante Vanesa...bueno, los cascos.

Pd. Y no me habléis más de Peregrinos hasta el año que viene.


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