lunes, 9 de diciembre de 2013

A GERAS VOLVERAS

El “Castiello de Gordón”, hoy  en ruinas, resistió, en el año 997 el ataque de las huestes del moro Almanzor, que intentó tomar la plaza, sin éxito. Mas no pudo, el probe Almanzor, y mira que puso empeño..., doblegar la resistencia de los íberos y de aquel intento quedó la crónica: “En el XI anno deste rey vino Almanzor otra vez a esta tierra de cristianos, et corrio toda la tierra, et llego fasta Alba et Luna et Gordón et a otro Castiello Arborio; et combatiolos Almanzor, mas pero non los priso...vamos que nones...
El almocadén de las fuerzas atacantes entorna los ojos bajo el cruel viento gordonés,
ese aire seco y frío, capaz tanto de producir buenos embutidos y salazones como de arrancar hasta el alma de los huesos de aquellos que encuentre por su camino. Si además se acompaña de esta niebla encainada que humedece las ropas y enfría el espíritu, se convierte en un tormento letal y traicionero para los asaltantes. Hete aquí, sin embargo, que los sitiados en el interior de la fortaleza gozan de buena protección y mejor alimentación para resistir el asedio. Poco sabe de ellos el adalid de las fuerzas godas: parte integrante de sus propias tropas, rompieron la formación en un cruce de caminos y, recortando por colladas y honduras, fueron a refugiarse donde bien pudieron, dándose la casualidad (malditos ellos) de que el lugar en cuestión, además de casa de comidas, es ahumadero de fiambres y embuchados.
Un revuelo llama en estos momentos su atención, sus hombres, sucios y cansados, han apresado a dos elementos de la partida de huidos. No son ninguno de los tres líderes, que se cobijan escondidos en el mesón, no, estos dos son ralos de pelo, pero por lo demás, diferentes como la noche lo es del día. Mientras uno de ellos, delgado e inquieto como rabo de mastín, mira al suelo silencioso, el otro, más grueso y tranquilo, se mantiene a la espera, con cierta actitud indolente; de uno sus bolsillos cuelga un par de ristras del apreciado chorizo leones…: 
-“¡Los hemos pillado cuando iban al excusado, Señor, son parte de los desertores escapados”, se oye decir a uno de los alguaciles, un joven e impetuoso montañés que monta una yegua tres palmos mas alta de lo que le conviene. “Los cabos Amalio y Acedo, y la escuadra de la que son, después de superar Loma Espinosa cortaron por el hayedo de Vallistiriz, desentendiéndose de las órdenes de vuecencia y de la misión en general!”, añadía excitado el bisoño novicio, enfundado en unas calzas prietas como corsé de meretriz. 
El líder escucha en silencio, tras largos años como Maestre de Campo, don Ramón del Fierro y Calzada es hombre de naturaleza pausada y circunspecta. De hechuras adustas y rigurosas, se precia de no desconocer ningún camino o montaña por lejano que sea. Ojea al más robusto de los cabos, que no deja de lanzar aviesas miradas a su mesnada, la del interior del local, que degusta, tranquila, viandas y caldos en la confortable fonda.-”Don Antonio, ¿tiene algo que decir a las recriminaciones del alguacil Arguelles”. El aludido, a la par que se estira los calzones, dos tallas mas cortas de lo normal, contesta; es la suya una voz menos atiplada, más hecha, más rotunda, con cierto deje gallego, aunque el militar sea de cerca de Despeñaperros…-“O meu amigo e camarada Argüelles esaxera Maestre, non é certa que desertásemos, como malinterpreta erroneamente o meu querido compañeiro. É, máis ben, que decidimos, ante o incerto e malévolo clima, investigar certa derrota que nos suxeriu o Alférez Veiga, oriúndo da zona e bo coñecedor desta. Deste xeito, tras sufrir nos inicios do ascenso a Folledo e á lomba espinada, por camiños sumamente deteriorados polas forzas indíxenas, inclinámonos por terreos ao favorables tanto a ao misión como ao estado da nosa escuadra, menos profesional que a do meu correlixionario…”
Las palabras y la prosa del bien alimentado cabo dejan, por un momento, sin voz al alguacil, a la vez que atraen la atención de unos cuantos jinetes que se acercan, sorprendidos. Interviene ahora el lugarteniente de Del Fierro, que se ha mantenido hasta ahora en un discreto segundo plano: Horacio de la Grana, enjuto y espigado como vara de vid seca, tiene una mirada aguda y perspicaz: -“Cabo, ¿lo que decís es cierto, o fuisteis engañosamente apartados de la ruta por vuestros superiores, los edecanes Patricio, Echevarria y Vega…?”. El cenizo miliciano mira a su compañero, pero este encuentra muy interesante el cordón de sus botas…-“bo, é certo que o camiño ía cara a,,…"

-“¡TRAICIÓN…TRAICIÓN, que este no es gallego!!...”, irrumpe ahora en la conversación el riojano Zarate de la Cantera, veterano hidalgo y experto en luchas contra el terreno, o más bien en el terreno mismo, a tenor del estado de sus ropas…de la que habla se palpa la cantimplora, repleta de buen vino logroñés. 
A la par, pero tres cuartas por encima de todos, asoma el corpachón siniestro del gastador René de la Villa, que, desde sus alturas opina también…-“Yo creo, mi Señor, que lo que hay que hacer es escarmentar a estos desleales, puesto que ya en el ascenso a Folledo, comenzaron a tramar su huida, tanto estos ambos como el resto de renegados”. Suelta el torreón mientras espanta a un par de buitres de su cabeza.
Del Fierro mira hacia atrás, por donde ya viene el infatigable don Manuel Barquín de la Compañía, eficaz tesorero, en sus manos porta el manifiesto de desertores…al pronto comienza a leerlo en voz alta; su declamación es concluyente, la voz profunda, aunque algo cascada por malos hábitos nocturnos…: -“Don Joaquín de la Hora Fallida, don Rafael de la Fonda, don Julián de la Goma, don Jorge, don Camilo y don Juan de la Mesma Casa, don Javier de la Pérdida, don José Luis, don Paulino del Morral, don Juan de Blas, Don Arturo de la Mancha, los señores capitanes Echevarría, Patricio y Vega y los dos tunantes aquí apresados”
Duro es, para un comandante, reconocer una deserción, pero más duro es cuando escucha, desolado, los nombres de los prófugos. Aún cuando hay entre ellos gentes de dudosa inclinación, se asombra al descubrir a personal de renombre. Se esperaba algo parecido cuando, al ascender hacia la collada de Casares, buena parte de su escuadra se quedaba atrás y ya, tras alcanzar Cubilla de Arbás y comenzar el largo y farragoso repecho de la Loma Espinosa, las voces disonantes se escuchaban por todos lados, pero jamás hubiera creído de la titularidad de algunos de los que se apostan en el interior del mesón…Algo ruge en su interior (que bien puede ser hambre…), cuando exclama, con voz profunda y temblorosa (lo dicho era hambre…):- “Atacad sin piedad, no hagáis prisioneros, pinchad sus monturas, comeros sus raciones…!!!”. (...lo que uno decía…).
Sus hombres enfrentan sus cuerpos y sus armas  hacia la fachada de la locanda, a través de cuyas ventanas se puede observar a algunos hombres degustando caldos variados, y…¡NO!, algo llama la atención del guía espiritual, se trata del Licenciado Marín, que se dirige hacia él cargado de libros y mapas. Del Fierro alza la mano detentando la feroz acometida de sus huestes, que tropiezan entre sí…y atropellan al joven don Fabián, que intentaba reparar un nuevo roto en su jaca…-“¿Decíais Don Marín…”, ¿en que puedo ayudaros, si es merced???. El eficaz y portentoso rastreador de caminos y veredas exhibe un largo y retorcido mapa, repleto de cruces, líneas y guarismos que solo él puede entender y más aún comprender. Es la suya una profesión enigmática e impenetrable, solo al alcance de unos pocos elegidos: al arte de encontrar y seguir los rastros, los indicios, las trazas…(...AAaaahhhh....)Los hombres, amedrentados, dan un paso hacia atrás, el titulado les infunde mas temor que respeto, saben que sus conocimientos solo pueden ser cosa del demonio o de las artes diabólicas,  y por si acaso reculan mientras echan mano del escapulario…. 
Marín exhibe chorro de voz, contenida y atildada, pero inagotable…- “Que digo yo, mi Señor, que quizá estos desalmados no sean merecedores de tan mortal castigo, que con una buenas puñadas y con privarles del festín, que si nos enzarzamos en disputas a lo menos se nos enfría el cordero…”
La mención del lanudo animal irrita a Don Ramón – “¡A QUÉ VIENE ESA MELINDRE!! No me
digáis, licenciado, que se os están reblandeciendo los entresijos, que os tornáis pusilánime, acostumbrado como estáis a puyar al prójimo cuando desfallece, o cuando reniega de seguir vuestros pasos, amotinándose incluso e injuriando a vuestra familia, ¡¡EXPLÍCATE O CALLA DE UNA VEZ!!”, vocifera el Del Fierro.
El cartógrafo le tiende el susodicho mapa que trasmite e incrementa el temblor de la mano que lo sujeta, delatando así el temor que siente hacia su superior: - “Llllllla la tropa toda flojeaba a esas alturas, un tercio más de lo ya caminado aún faltaba por recorrer, y otro tercio más de penosa ascensión, y peor tiempo, y la lluvia enfangando los caminos, y …  - “¡NO ES EXCUSA!”, atajó el almocadén, dando un manotazo al pergamino y mandándolo a hacer gárgaras contra la cara del mozalbete Diego, que bien se le nombra mozo y no don, pues todavía no ha alcanzado el grado de bachiller.
A estas alturas todo el mundo fija su atención en la tensa escena, circunstancia que aprovecha el cabo Acedo para, con disimulo, hincar el diente al chorizo, incomprensiblemente aún no requisado por sus captores. 
Con la testuz gacha, un ojo puesto en el suelo y el otro mirando de soslayo a su capitán, por lo que pudiera llegar, el otrora chorro de voz se ha tornado en un hilillo que sale de la garganta seca del licenciado:
-“Habréis de reconocer que, cuando Pentapolín del Arremangado Brazo declaró su intención de desertar, vos mismo me interrogásteis sobre los quebrantos del camino, de si era dulce o tortuoso, de si se tornaba pindio o, por el contrario, en descenso, y la misma duda y deseo de retorno os invadió por momentos. Recordad que os tuve que convencer para continuar hasta la collada de Palancos y, en alcanzándola, se os desencajó la faz cuando señalé hacia Collarriondo”. –“SÍ, SÍ”- exclama sin sopesar sus palabras Alifanfarón de la Trapobana- “Daría un maravedí por volver a ver la cara que tornó voacé cuando preguntó si teníamos que trepar hasta aquel lugar”
Poco duran las risitas que en la tropa desata el comentario, atajadas por el chasquido una soberana colleja que Del Fierro santigua sobre su autor, que se duele más en el ego que en las carnes. 
– “No era por mí la preocupación, sino por la fatiga que veía en la soldada y por el castigo a que nos sometían los meteoros, que la vereda, cuando no era de GUIJO, habíase tornado de lodo toda ella, por obra y gracia de los aguaceros”. La explicación, improvisada sobre la marcha, sonó más a excusa que a defensa, y al capitán le vino su dios a ver cuando se oyó una voz que, sin lugar a duda, salía del reseco gaznate del gallego de Fuente Obejuna: -“¿Que non ten naide aínda sequera un mendruguiño de pan para facer compañía al embutido y un cuartillo de viño para empurrar..?”. El imponente René no se anda con contemplaciones y le arranca lo que queda del menguado chorizo que, en su viaje al interior del jubón del gigante, salpica unas gotillas de aromático aceite que quita la respiración a la concurrencia.
Entre el chorreo choricero y el olorcillo a lo que se guisa en el fuerte de los sitiados, los sitiadores muestran evidentes signos de nerviosismo: unos miran de soslayo el chorizo del sansón, otros se relamen imaginándolo acompañado de la cantimplora del riojano y los más se acercan a los ventanucos de la fortaleza, aspirando el aroma que por ellos se filtra. Ya casi nadie atiende a los argumentos de su capitán:
-“Las órdenes de un superior no se discuten, aunque estas no tengan fundamento yyyy…” un coro de tripas rugientes acalla la plática.
- “La satisfación del deber cumplido, el honor, la gloria, el… el,… “  
– “Para vos todo ello, que nosotros nos conformamos con cosas volátiles y de más sustancia”, responde un descarado Don Pablo de la Incontinente Lengua, al que el hambre infunde valor
- “La, la, …¡¡la belleza del camino!!..., bien merecía lo sufrido de su andar”. Todos se han dado la vuelta hacia el fortín, la envidia y la gula han ensordecido sus oídos.
- “Y además … ¡¡¡A MÍ NO ME GUSTA EL CORDERO!!!

La deserción de unos cuantos se ha tornado en motín de todos y a Don Ramón del Fierro no le ha quedado otra que sentarse a la mesa. Y es que, tratándose de pitanza, no hay grados ni galones, ni contiendas, ni venganza. 
Y cuentan los cronistas que le vieron comer el borrego, y las malas lenguas que incluso repitió.

Barcaiztegui & De la Mancha

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