Nunca estuve más de acuerdo con mi profesor de química (Don Ángel se llamaba, nos conectaba en serie a la corriente eléctrica, por aquella de 125 V..., y a alguno le daba un buen calambrazo...), que el sábado pasado. Decía el bueno de Don Ángel, ante nuestras imberbes y espinilladas caras de asombro, que el agua era conocida por ser el disolvente universal, y que lo disolvía todo, todo, todo, dándole tiempo claro, y nos enseñaba la Garganta del Cares, las cuevas de los Picos, el Cañón del Colorado y demás accidentes geográficos. Pues bien, no fue hasta este húmedo sábado, en Cabezón de la Sal, bella tierra hay que decirlo, donde comprendí en todo su esplendor la máxima de aquel buen hombre. Cierto es, el agua lo disuelve todo, pero no solo aquello sustancioso como la caliza, los feldespatos, la arcilla, las pastillas de freno, las cadenas, los riñones…,no, ese aciago día descubrimos que también ataca de forma lenta e inexorable a las cosas intangibles, como la autoestima, la confianza, el pundonor, el decoro, la honra, …etc.…etc. (También es cierto, que a poco que nos tienten, cambiamos rápidamente de tercio y nos vamos de cervezas, con honra o sin ella...)…
Diose el caso, que todo el mundo tuvo razón, pues ya como en unas elecciones nadie pierde, en esta ocasión todos quedaron la mar de contentos…digo los gurues, no los participantes. Así, mientras nuestros propios albergados en dos buenas casas de Ucieda, disfrutaban de una copiosa y opípara cena, preparada por dos excelentes chefs y regada con abundante sangría de sidra, en el exterior desencadenábase feroz tormenta que bañaba las calles del pueblo, y ponía algo de recelo en los alegres jinetes. Algo asustados, y tras una buena sobremesa, mecieron prontos sueños intranquilos, no por el aguacero en cuestión, si no por los feroces ronquidos vicentinos en una de las casas y el exceso de ajo del cocinero minero en ambas.