lunes, 6 de febrero de 2012

POR LOS CORDALES DE TURÓN

El nenu fue sietemesino y se gestó en el monte, a la vera de un camino en el alto de San Justo, un día de junio, de solín y buena temperatura que se prestaba a ello. El padre, fogoso y lleno de ímpetu, metía en ganas a la madre, que de todos es sabido en seguida se calienta cuando alguien menta la idea de ponerse en faena, y aún más si conoce el terreno. Como suele ocurrir en el mundo animal, el padre, del que se dice el pecado pero no su título, dejó su impronta y poco más se supo de él. Algún que otro mensaje para informarse de cómo iba la cosa, preguntando si el parto sería rápido para poder llegar a comer al bar, … Ese degenerado ni siquiera se personó en el lugar y hora convenidos para decir “yo soy el padre”. La madre de la criatura, que no fue otro que el firmante de estas líneas, lo preparó todo con diligencia y cariño, como también suele corresponder a las mamás animales. Y es comprensible, porque una madre es la parte tangible de la progenie, mientras que un padre, aunque lo sea mientras no se demuestra lo contrario, en el fondo siempre será “presunto” mientras no se pruebe que lo es.




Ya estaba todo preparado: el trazado, los tiempos, las alternativas para los que no podían disfrutar todo la jornada, el expurgado final de monturas y caballeros,… hasta el día. ¡Y qué día, señores!. ¿Sabéis esos días que parecen estar hechos para pasarlos de una manera determinada?: el de perros, con lluvia, viento, frío… para quedarse en la cama acurrucado y al abrazo de algún ser humano; o ese otro de primavera cuando estallan todos los colores y el aire huele a hierba fresca, y los pajaritos cantan y las nubes se levantan, que apetece dar un paseo sosegado por el campo campero. Bueno, pues ese día era el perfecto para salir en bici por los caminos que recorrimos, durante el tiempo que pedaleamos y ni más ni menos que los quince que fuimos, aunque eso aún no lo sabíamos ni nosotros mismos.




El amanecer fue gris y frío, y rápidamente enfilamos nuestros coches hacia “la minera”. Y como si de un moderno cortejo fúnebre se tratara, llegamos a la villa del camino, cuya acogida fue igual de fría. Un único dígito marcaban los termómetros urbanos, aunque no se ponían de acuerdo: uno el 2, otro el 3 y un par de ellos el 4. Ataviados de cortavientos, buffs, camisetas térmicas, guantes de polartec y otros ropajes de abrigo, la tropa, formada por 15 miembros si es que Rubén tiene a bien aparecer, se dispone a partir.



La salida de Mieres es rápida, por lo breve de sus calles, pero lenta en el pedaleo, cansina, muy cuesta arriba para poder llegar hasta la trinchera del antiguo ferrocarril minero que transportaba el carbón de Mina Baltasara. Alcanzamos el estrecho camino y, con la misma pausa y tras atravesar un oscuro túnel que nos provoca cierta desorientación, llegamos al parque de Rioturbio, de obligada parada para retratarse con la bicicletona.

Está fabricada de despojos de mina, bien aprovechados, como casi todo en las cuencas mineras, donde perduran todavía los signos de un floreciente pasado que prácticamente ha muerto y ha dado paso a un presente plagado de cadáveres de metal y ladrillo. Talleres transformados en improvisadas cocheras, almacenes, casetones o polvorines que ahora son gallineros, las barrenas se usan para cercar las fincas y las vagonetas, minadores, rozadoras y locomotoras para decorar lo que ayer eran viales tapizados de negro y hoy, muy bien recuperados, se han convertido en vías verdes.


Abandonamos Rioturbio y tomamos las anchas pistas que suben hacia el Pico Polio, dejando atrás el Pozo tres amigos y el Pozo Polio, otros dos testigos mudos del pasado. La subida es larga, con una pendiente constante. Mientras ganamos altura a base de zigzagueo recuerdo el aspecto que tenía el valle allá por los años noventa, cuando trabajé en el “cielo abierto” de San Víctor. Era un campo de batalla surcado por trincheras y zanjas llenas de polvo, o de barro cuando caían cuatro gotas, pistas de una anchura tal que permitían el cruce de esos monstruos con los que arrancamos las entrañas de la tierra: palas excavadoras, cargadoras, dumpers, motoniveladoras, …
Esbozo una sonrisilla al acordarme de Tino, un paisano bajito y regordete, siempre con medio palillo en la boca y el otro medio de reserva entre la oreja y el cráneo -ambos trozos tiznados del polvillo del carbón-, a los mandos de un bulldozer de 50 toneladas en parado, y con una potencia tal que era capaz de abrir una pista de 5 metros de ancho de una sola pasada. El hombre, en un ambiente poco sano de polvo, olor a gasoil y calor del motor de aquella bestia, argumentaba a gritos, para hacerse oír por encima del ruido infernal de la máquina, que aquel era el mejor trabajo del mundo, ya que se realizaba en plena naturaleza.

Enfrascado en esos pensamientos subo casi sin darme cuenta hasta donde los rayos de sol empiezan a acariciarnos. Toca parada para que el Sr. Calorías, más conocido como De La Mancha, se despoje de algún ropaje, dejando ver para ello sus fornidas chichas. Otros siguen su ejemplo, sin tanto exhibicionismo, los más echamos algo al buche e Iván aprovecha el momento para desmontar el cambio trasero y desatrancar los rodamientos de la rulina. Experto mecánico, como quedará demostrado más adelante. Un poco más arriba, ya alcanzado el cordal, el esfuerzo se ve recompensado por la magnífica vista. Toca ahora lección de geografía montañera asturiana a cargo de Pablo. Como un aplicado alumno que cantara la lección en el encerado, va señalando y enumerando las cimas de izquierda a derecha (uy!, perdón, de este a oeste): la Mesa, Peña Ubiña, Peña Redonda, el Gamoniteiro, … Los menos montañeros hacen un acto de fe y ponen caras de "si usted lo dice será verdad". Continuamos la ascensión y por fin llegamos a la cima del Pico Polio. El esfuerzo ha merecido la pena y tiene su premio en forma de regalo para la vista. El día, como dije al principio, es perfecto para la bici, y el paisaje espectacular. A juzgar por las exclamaciones y expresiones de mis colegas, la ruta está siendo del agrado de todos ellos. Lo que me tranquiliza, a sabiendas de que el final discurrirá por la ladera norte del valle de Turón, donde apenas entra el sol en invierno y por lo que suele estar embarrada, si no helada. Pedimos a un solitario paseante que nos ha narrado sus cuitas montañeras que nos haga unas fotos en el vértice geodésico, Pablo encierra unas letras en el buzón de cumbres para que quede constancia de nuestra presencia y a disfrutar de la bajada medio por camino, medio campo a través.

Antes de llegar a La Colladiella, el profesor Mudinga muestra las marcas de lo que fuera el entibado de una capa de carbón que ha quedado al descubierto, y el técnico Iván nos da la segunda lección de mecánica, con un rápido desmontaje y reparación de las bielas Rotor de la montura de Adrián. El momento es aprovechado para insertar briconsejos de alguno de los que, como buenos españoles, nos limitamos a mirar y no actuar.

El pelotón pierde a dos de sus integrantes a la mitad de la ruta. Marchan el mecánico Iván y el boticario Josmar, con pesar de no poder acompañarnos hasta el final. Pero como nos han enseñado nuestras madres, primero es la obligación y luego la devoción.

Hacemos parada y fonda a los pies del Pico Tres Concejos (el que separa los de Mieres, Laviana y San Martín del Rey Aurelio, si la memoria no me falla). La comida merece una reseña, no por las viandas, que cada uno ha metido en su morral lo que ha estimado conveniente conforme a sus gustos y necesidades, sino por dos detalles. El primero por el lugar, con unas vistas formidables hacia Peña Mea; el segundo hace que desviemos la vista del anterior. Cuando ya nos disponíamos a reanudar la marcha, Arturo da el alto y ... eh voilà... saca de su abultada mochila un termo de café aromatizado con unas gotitas de anís, con sus vasitos, el azúcar y hasta el palito para remover. Comprendo ahora la falta de espacio para guardar la ropa tras su anterior despelote. Un lujo asiático, señores lectores. Todavía huelo el vaporcillo emanando de la boca del termo al caer en los vasos. Vítores y vuelta al ruedo a hombros, y tan buena acogida que el proveedor de ese bálsamo de Fierabrás a poco se queda sin catarlo. Ya sabes Arturo, estos detalles sientan jurisprudencia, así que …. no digo más.

Dejamos atrás el cordal de Navaliego para tomar el de Longalendo, en dirección oeste. Primero, digo a mis compañeros, debemos perder cota para luego recuperarla. El comentario no sienta del todo bien, se escuchan rumores ¡encerrona, encerrona! por lo bajinis, siento miradas de reojo que se clavan en mi nuca y, para colmo de males, uno de mis apoyos se ha echado monte abajo. Ángel Víctor nos abandona camino de Urbiés. Parte de la tropa se revela y deciden probar con un camino alternativo que sigue por la cresta, en apariencia más dulce que el oficial. Yo advierto, y el que lo hace no es traidor, que por ahí no se llega a ninguna parte, pero a la voz de ¡¡¡yo ya no subo más, seguro que por aquí llegamos al mismo lado!!!, el cabecilla de la revuelta arenga a sus fieles. Ahí nos quedamos solos los Javieres, Félix, el menda y … no me acuerdo del quinto, usted me perdone. Y cuando ya llevamos un buen trecho pedaleado, me parece oír por la emisora, malamente y entrecortándose – kggg volvemos, volvemos kggrrr esperadnos, que esto no tiene salida kggggg-. A riesgo de parecer un tanto vanidoso, os repito de nuevo camaradas: ¡a Noé le vais a hablar de lluvias!.

En la espera del retorno de los hijos pródigos, Félix me hace compañía, y al pobre le cae otro forro a modo de lección paleobotánica, pues hemos parado a la vera de un tronco fósil. La piedra parece tallada a navaja, pero en realidad es el molde de un tallo de helecho carbonífero, un pelín más grande que el de los que crecen ahora a su lado. Y así pasamos el rato a la espera de que el grupo se reintegre.

El último tramo de la ruta, ya metidos de lleno en la vertiente norte, es una pelea contra el barro, que se pega a la cadena, al basculante, a la horquilla y hasta al alma. El avance es lento y se agradece cuando atravesamos zonas heladas, porque al menos la jaca no se hunde. Y tras una hora de navegar en un mar fangoso, de risas e improperios, empezamos a bajar rápidamente hacia Villandio. Por fin el asfalto, pero antes una parada para que Arturo repare el pinchazo que lleva intentando trampear a base de inyecciones de aire desde hace un rato. Bahh!!, menuda pijada, después de haber desmontado en ruta el rodamiento de una rulina y un eje de pedalier, y apañado un radio roto, que Rafa últimamente le ha cogido gustillo a cascar los susodichos. Aprovechamos la parada para rebajar kilos a las bicis, quitando barro de donde podemos, y continuamos marcha. El sol ya se ha puesto y el frío, que ha vuelto a adueñarse del valle, se nos cuela por cualquier rendija desprotegida. Pero ya no hay tregua hasta Mieres. Por el camino vamos dejando atrás, de nuevo, los cadáveres de las máquinas que tiempo atrás daban vida a la cuenca, y los pozos, con sus castilletes aún en pie pero inertes: Fortuna, Espinos, Santa Bárbara, Figaredo …

1 comentario:

De la Mancha dijo...

Pepe, te estás encumbrando, menudo relato te has marcado. Impresionante en todos los aspectos.

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