Anno domini de MMX
...y llamó el rey Farturo a sus caballeros para tratar serias cuestiones de vital importancia para el reino. Como es norma en la orden de caballería, antes de entregarse a política hubieron de cabalgar unas leguas, para salvar alguna princesa en apuros, matar algún dragón o, como en esta ocasión, conquistar las tierras del sarraceno Kemal Alí Mentao.
Tomaron sus hierros y aluminios los más bravos guerreros del reino de Jamalotó, echando en falta únicamente a Fray Margarito de Etxebarría, aquejado de gota. Dirigió la expedición, recien llegado de tierras hiperboreas, el experto en emboscadas Lord Correcaminos.
Tras superar las primeras colinas, la comitiva alcanzó una perdida ermita, presentando los caballeros sus armas y recibiendo la tradicional misa por los que van a morir en combate. Ajenos al dolor, acometiieron la primera emboscada, con singular éxito. Fue encarando la tercera colina, cuando comenzaron a oirse las primeras quejas del marqués Ignatius de Lacamoccia, dudando de la orientación de la ruta y señalando cualquier otro camino, al tuntún, como más conveniente.
Siguieron imperturbables los honrosos caballeros, hasta que en su camino se interpuso el bosque de la bruja Cotoya, poblado por terribles escayos cortacabezas que frenaron el avance de la comitiva; rehecho el orden, decidieron una victoriosa retirada a tiempo, que les permitió continuar su imperturbable marcha. Poca sangre se derramó en la contienda, aún sufriendo las monturas diversos daños de consideración.
Vagando como perdidos, ante el estupor del duque Johannes de Blais, y tras el ritual beso al suelo llevado a cabo por el conde Calomagno, no hizo mella entre los paladines las terribles pistas pantanosas de la última colina. Agrupados, los caballeros atravesaron el poblado zíngaro, ajenos a maldiciones y jatemates, librando una singular batalla el caballero Zárate de la Rioja contra el ruín Verdín de la Cuneta, antes de entrar, victoriosos, en la villa de Luanco.
Abierto el camino a la colonización y al apetito, los caballeros emprendieron, no sin cierto pesar, el retorno a las tierras de Jamalotó. En ligero trote, atravesaron la villa de Khan-Dás sin ser importunados por los belicosos vecinos, reagrupando a su salida la noble tropa. Nuevamente el marqués de Lacamoccia intentó desviar al grupo por terribles derroteros, siendo el propio Rey Farturo quien lo contradijese en esta ocasión.
Separándose del grupo los senescales de Marín y de Cadenas, y tras dulce cabalgada por barros y alquitranes, llegaron los caballeros al castillo, donde estabularon sus monturas y procedieron a sus abluciones, antes de la ansiada reunión.
Ya limpios y descansados, los guerreros, acompañados por los trovadores llegados de la villa de Spa, el conde de Sempretarde y el ya recuperado Fray Margarito, fueron ocupando su sitio en la mesa del Rey Farturo, que por no ser redonda hubo de ser rectangular. La mesonera dispuso ante los caballeros una frugal comida con la que acabaron de mortificar el cuerpo y el espíritu: vísceras de rumiante, picadillos de cochino animal y trozos de marrano, todo ello acompañado de fragmentados tubérculos fritos. Regados por los jugos de la uva o la cebada, las ligeras viandas fueron desapareciendo de las escudillas de los nobles, más por distracción que por hambre. Finalmente, sin que nadie echase en falta el tradicional discurso audiovisual del rey, los dulces, infusiones y licores pusieron fin a la reunión de los guerreros. Éstos, henchidos con la satisfacción de haber dejado el pabellón de Jamalotó bien alto, retiráronse a sus carruajes, no sin antes ser tentados por futuras aventuras frente a temibles bestias que pueblan los fogones de esta nuestra tierra.